CELEBRAR LA VIDA

Por José Sarria

Al Sur del Sur
Corona Zamarro
Editorial Alhulia (Granada, 2014)

Escribía el filósofo argentino Vicente Fatone que los hombres somos “seres itinerantes”, por el sentido interrogativo de nuestra existencia, y que al final de ese viaje, de esa búsqueda, acabamos encontrándonos a nosotros mismos, configurándose, pues, este viaje que es la vida, en una especie de regreso incesante. Un permanente ir y venir.

En la obra de Corona Zamarro, Al Sur del Sur, existe una ciclópea reflexión que la autora plantea acerca de ese “regreso” a unomismo, una meditación acerca del sentido último de este viaje, de este recorrido, a través de la profundización en el hecho de la concepción humana que se encarna en el embarazo del que va a ser su primer nieto (Logan).

Dividido en dos partes, la primera de ellas es una miscelánea de propuestas poéticas, de perfil intimista que van desde los recuerdos de su llegada a Málaga (ciudad que acoge a esta mujer del Norte) a las experiencias vitales o a las contradicciones del amor. En definitiva, los temas eternos de la poesía (al decir de Ramón Pérez de Ayala: Dios, amor y muerte), con forma poliédrica y sin más cordón umbilical que el deseo de universalizar las emociones vividas por el escritor (en este caso escritora), en diferentes instantes de su recorrido existencial. La segunda parte del texto lo conforma un conjunto de 24 propuestas líricas confeccionadas con el sentido de unicidad. Tomando como argumento la anunciación del adviento del primer nieto, la escritora elabora una certera meditación, incardinada en la metáfora del engendramiento, que reflexiona sobre el significado de la existencia humana, de los seres queridos y de las cosas que se han amado. Introspección poética que alcanza en el texto momentos deslumbrantes, llenos de esplendor, construidos con el basamento de una poesía magistralmente elaborada sobre el sustento de acomodados alejandrinos (aunque intervienen en el texto otras formas métricas, si bien con menor profusión), con ese dulce y cadencioso ritmo que dota a la meditación filosófica de una noble arquitectura sobre la que sustenta, la poeta, su creación lírica.

La apuesta de Coroza Zamarro es la de entronizar el texto en la línea de recuperación de los valores humanos, de las relaciones personales y de la exaltación –sin reparos- de esas cualidades, actualmente en franco abatimiento. El poemario es un elogio de la felicidad a través de la reivindicación de la vida, de la familia, de los virtudes eternas del ser humano, en estos momentos convulsos, extraños e inciertos: tiempos de incertidumbre han dicho otros poetas.

Hay detalles en el relato que aun partiendo de presupuestos sencillos (que no significan menores), tienen un alto significado de alcance humano, como el acto de la abuela (o proyecto de abuela) que decide mantener encendida, durante el embarazo de su nuera, una vela azul y la coloca en el centro de la mesa redonda como recordatorio perenne de la existencia de un ser que está en camino. Esos actos, aparentemente intrascendentes, se hacen inmarcesibles en la voz del poeta, de la poeta, que cincela una poesía concebida con la urdimbre de los actos cotidianos ennoblecidos y universalizados desde el altar de la palabra precisa.

En el aspecto puramente formal destaca en la escritura de Corona la perfección del ritmo heptasílabo acomodado en una profusión desbordante de versos alejandrinos. La armoniosa cadencia con que está escrito el poemario nos hace recordar el suave rumor musical de las aguas que corren por los canales de las campiñas andaluzas o en las norias arabescas. Esa templanza rítmica confiere al texto la eufonía necesaria para acompañar a la voz poética. Voz que se sustenta sobre un lenguaje claro, preciso, entendible y directo. Decía Pound que el poeta no puede escribir algo que no sea capaz de decir en una conversación. Este es el caso de Corona, en quien precisión y claridad se dan la mano, haciendo alarde de un tono asequible, incluso casi coloquial, con capacidad de establecer un discurso poético de gran calado, de inmensa profundidad y absolutamente sensible.

A lo largo de nueve cartas dirigidas a su hijo (en una bella e íntima prosa poética) la poeta, la madre, la abuela, hace un recorrido temporal por el transitar del embarazo. Acompañan a las nueve cartas otros nueve poemas, esta vez dirigidos al nieto que avanza desde la materna matriz hasta el momento del alumbramiento. Las dieciocho composiciones prosaicas y líricas se inician con una recurrente anáfora: “querido hijo” y “querido nieto” que dan el continuum al texto. En el poemario de Zamarro todos los recuerdos, la experiencia vivida, el acontecer del pasado, se engarzan como un magma lírico para constituir al poema no como un fragmento de la vida de la autora, sino como una realidad transfigurada. La historia no es un simple acta notarial de la escritora, ni una crónica o una autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de la memoria, de donde van emergiendo recuerdos, imágenes, experiencias de su ciudad natal, el niño que fue su hijo (y que tardó mucho en llegar) y que ahora es padre, los extraños nombres de las gentes de su tierra (Gaudencio, Lucio o Ezequiela), por aquella ancestral tradición de asignar el nombre del recién nacido en función del santo del día del nacimiento o las calles nevadas de Camprodón. Ese talento en contar las experiencias se hace milagro poético en el instante en que la autora logra universalizar a los personajes y convertirlos en nosotros mismos, hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos llevan, también, a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan.

Las cartas y los poemas transcurren con el mismo ritmo cadencial de la vida que se abre paso en el vientre de July, mediante un entrañable entramado de historias y vivencias que la abuela cuenta a su hijo y recita al nieto que está en camino. Le recuerda a su propio hijo cómo fue su anterior embarazo, cómo eran las cosas en su tiempo, que los niños, por entonces, los traía la cigüeña o, en algunos casos, venían de París que era una ciudadela mitológica que hacía las veces de incubadora de la Seguridad Social. Dice Silvia Adela Kohan que “el poema no es un fragmento de la vida del poeta, sino una realidad transfigurada” y así ocurre en los poemas y prosas poéticas que componen Al Sur del Sur, donde la autora va desgranando la visión de la realidad que perdura en el recuerdo para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el milagro, como el que surge en el instante en el que Corona Zamarro dice en el poema “Diciembre”(en el séptimo mes del embarazo): “Todavía parece verano cuando me sorprende el humo y el olor de las castañas asadas, símbolo para mí del invierno”. Y esa visión sirve de coartada, de pretexto, para que la poeta desate el recurso del recuerdo y desde éste construya un marco escénico por el que transitan la visión de Segovia, la niña que un día fue, los erizos verdes, las señoritas que acudían a la Escuela Nacional de Magisterio con medias de cristal y zapatos de tacón o el hijo que acudía a la escuela con pasamontañas rojo y que pedía “caramelos de pared”. Pero nos perderíamos en forrajes que ocultan la hermosa visión que existe detrás de la maleza y nos extraviaríamos en extensas disecciones meramente colaterales si solo detuviésemos nuestra atención en lo puramente epidérmico o en lo formal, que siendo fundamental en este texto no es, sin embargo, lo esencial. Hablaríamos de laberínticos conceptos y obviaríamos aquello que decía Wilde: “el hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”. Corona Zamarro ha encontrado la belleza, la ha descubierto a través de la espoleta de este anuncio: “Me llamaste ayer tarde para darme la buena noticia: ibas a ser padre. Tú, aquel niño que reía en la cuna, que aprendió a caminar por la hierba de los prados del Norte…”; como decía, Corona Zamarro ha encontrado la belleza, la ha descubierto y ha comenzado a hablarnos de ella.

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