“QUIEN SABE DEL DOLOR, TODO LO SABE”

Por José Sarria

Desgracia

Fernando Valverde

Visor (Madrid, 2022)

Fue el escritor sueco, Henning Mankell, quien dijo en una entrevista concedida al periódico alemán Die Zeit, en el año 2015, tras revelar que sabía que moriría de cáncer, que: “Venimos de la oscuridad y vamos hacia la oscuridad. Eso es la vida”.

Siendo esta una realidad incuestionable, una reciente investigación publicada en la prestigiosa revista Neurolmage señala que el cerebro está programado para no pensar en el dolor ni en la muerte, protegiendo al yo de la amenaza existencial. Y, aunque sería insoportable una sustantividad anclada en el quebranto o en la angustia de la herida, es bien cierto que afrontar el hecho de su presencia, de su objetividad, conlleva un proceso de perfeccionamiento, de crecimiento personal indudable: la constatación humanista y comprensiva de que, por más naufragios que experimentemos, estos pueden ser una oportunidad para dejar pasar la luz a nuestro interior, tal y como supo interpretar acertadamente John Keats: “¿No ves cuán necesario es un mundo de dolores y problemas para educar nuestra Inteligencia y convertirla en Alma?”.  

Y es esto, precisamente, lo que va a encontrar el lector en “Desgracia”, la última entrega lírica del poeta granadino, Fernando Valverde. En sus poemas no habita el entendimiento sino la revelación. Es aquí donde acampa el testimonio de un poeta que ha hecho de su sangre voz, es aquí donde la poesía alcanza su cumbre, su verdadera dimensión: ser y materia del milagro, del encuentro con el misterio, altar donde transgrede su condición de género y evoluciona a forma de vida, vía de acceso, cuando el lenguaje se transforma en llama y deja de ser mero espejo.

Mucho más allá de esa poesía inane, simplista, enguayabada y meramente comunicativa que discurre en la mayoría de los textos contemporáneos, Valverde ha izado un gallardete intensamente connotativo al servicio del bien moral y lo hace, en este caso, poniendo nombre al dolor, a la desgracia: «Puedes contar mi pena./ Es todo cuanto tengo», “Mi desgracia es igual a la de todos:/ el mal triunfa,/ la tierra es su escenario”.

Caín transita por sus versos con su metáfora de siglos junto al “espejo que vio la pena de la madre”, Elizabeth Siddal toma la mano de Beatriz Portinari, mientras “la lluvia suena en las entrañas” de Dante: amor y traición; Ofelia, a cuyo “encuentro solo acude el agua”, es ahora la metáfora de lo arrebatado como la piel rota del viejo elefante cuya muerte alegoriza el acendrado amor materno “cruzando un laberinto”. Fue Paul Valéry quien dijo que los poemas son un intento de expresar, con palabras, lo mismo que dicen los gritos y las lágrimas. “Desgracia” es un poemario doliente pero sin sombras; aunque es todo eso y más aún: es la presencia intacta de lo arrebatado, de lo aniquilado, un estandarte contra la conformidad en un mundo donde mentir, robar o matar se han convertido en actos tolerados y casi legítimos. El poeta, sabedor de que la vida es un deber, se rebela y consagra la palabra como testimonio desbordado de heridas para fundar un espacio constitutivo, una habitación personal desde donde dialogar sobre sus experiencias, sus derrotas y sus expectativas: rebelión como arma frente a lo establecido para deshacer y desintegrar una realidad que, por imperfecta, se le hace inadmisible, entregando esta hialina obra bajo el ferviente deseo de llenar de esperanza la casa de los hombres, con aquella certidumbre que aún habita en los ojos de su madre: «sé que son los ojos de mi madre/ antes de ser mi madre,/ su alegría es un puerto».

Frente a la maldad o la pérdida de todo aquello que un día se elevaba en sus mañanas, baluarte de la existencia, Valverde propone la continuidad de la vida en la búsqueda de lo sagrado que germina en las terrazas de una madurez en la que ha eclosionado el amor frente al dolor y la esperanza frente al miedo: “por eso escribo estas palabras tristes,/ para alcanzar tus ojos y salvarme,/ para que abras los brazos/ cuando no quede nada que abrazar”.

«Desgracia» no es sólo una mera crónica de la infamia y su oscuro tósigo, sino una mirada fundante que crece y magnifica en la depurada meditación o en la vaporosa intuición, antes que en la afirmación, el testimonio o la ilación. “Desgracia” es el “llanto blanco de las gaviotas” con el que expulsar todo el mar, su agonía y su veneno, corolario de uno de los poetas más imprescindibles de su generación y que con esta entrega demuestra haber alcanzado aquello que dijera Dante: “Quien sabe del dolor, todo lo sabe”.

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