LA NARRATIVA MEMORÍSTICA DE SERGIO BARCE

Por José Sarria

El mirador de los perezosos

Sergio Barce

Ediciones del Genal (Málaga, 2023)

La historia se ha encargado de legitimar los estados y sus valladares. Pero, existe un territorio que une a las mujeres y a los hombres mucho más allá de las delimitaciones políticas o naturales; es el denominado continente sentimental. Y es en ese marco referencial de la frontera líquida, donde aparece y se incardina la obra de Sergio Barce, el español que nació en Larache, el pied-noir que a los quince años es “obligado” a abandonar su Marruecos natal. Esta “expulsión” del Jardín de las Hespérides, va a significar la imperiosa necesidad de reconstituir su mundo, el orden perdido, hasta convertirse en el máximo representante de la narrativa memorística del periodo del Protectorado español y su posterior edad.

El mirador de los perezosos es una hialina tesela, dentro de ese gran mosaico, que ha ido semillando Barce desde su iniciático Jardín de las Hespérides (2000) hasta Una puerta pintada de azul (2020), fundando un mundo mitológico en el triángulo áureo de las ciudades de Tánger, Tetuán y Larache, donde el encuentro continuo de culturas fluye y se desarrolla en la cotidianidad que surge en y desde universos distintos, pero imbricados en lo consuetudinario y que conforma el magma narrativo barciano que ahora se expande con esta nueva entrega que discurre, magistralmente contada y vivida, en el dédalo de calles, plazas y cafetines que conforman la ciudad Tánger, sus espacios decadentes o idílicos de la otrora ciudad internacional (“Sabes que Tánger es la ciudad de las quimeras? En ninguna otra ciudad del mundo encontrarás tantas ilusiones perdidas” – afirma el hombre que se detiene, junto al protagonista, en la barandilla del nuevo puerto deportivo); o en el suelo de la habitación 409 del hotel Rembrandt, donde Delio Bláquez intenta recordar quién es; o en los doscientos treinta y ocho pasos que separan la casa de la exuberante Amina de la babuchería del protagonista del relato “Dar Niaba”; o en el café Hafa, una pequeña Ítaca flotando entre el Mediterráneo y el Atlántico, lugar donde los narguiles embriagan el extravío; o en el Boulevard Pasteur, donde te cruzas con mujeres cuyas pestañas “aletean como las alas de una mariposa”, arteria donde se ubica el Café París cerca del Mirador de los perezosos (relato homónimo al libro) donde tiene su pequeño universo de venta ambulante el viejo Abdelkrim, quien, alcanzada casi la ancianidad, evoca el cuerpo de Ghizlane que olía a locura y en el que encontró “un refugio y un campo de batalla, un hogar y un abismo” o en el taller de Joao Fragoso, pintor venido de Oporto para quien posa Saloua, cuyos labios afrutados siguen oliendo a jazmín y miel, una diosa de cuarenta y ocho años que se ofrece a un artista incapaz de pintarla tal y como él anhela.

Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”. Sergio ha detenido no solo el tiempo, sino el naufragio, bajo una magistral narrativa memorística, elevando un texto épico, heroico y solidario. Nos abre esta mágica “puerta azul” y nos invita a pasar y a pasear, rescatando a todos aquellos que conformaron su infancia y su adolescencia para reinstaurar, con su palabra, un nuevo Elíseo, donde caminan y transitan invulnerables, inmarcesibles y eternos.

 “Y ahora -siguiendo la hospitalaria invitación del señor Beniflah, uno de los personajes de su libro Paseando por el Zoco Chico-, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen”.

El mirador de los perezosos es el mundo que Sergio Barce ha creado para todos: su legado, una página más del testamento que ha construido a lo largo de casi veinticinco prodigiosos años y que nos entrega como testimonio de resistencia “a través de los ojos del niño que fue”, tal y como le enseñó hace tiempo Brital, el vendedor de chucherías.

Alcanzada la madurez creativa, Sergio Barce toma asiento en alguna de las sillas vacías del Café Central de Larache, escucha las bromas de Sibari, de Akalay o su padre Antonio, y sonríe satisfecho. Saborea un té con flores de azahar, mientras suena de fondo, diferente, angelical, el “color vibrante de la voz suave y nunca destemplada” de Haviva y vuelve a sonreír porque sabe que ha cumplido su misión: mantener vivo el recuerdo y la imagen de quienes habitan, ya por siempre, en la que fue y será “ciudad de las quimeras”.

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