HERENCIA DEL TIEMPO

Por Rafaela Hames Castillo

Título: Herencia del tiempo

Autor: Alfredo Jurado Reyes

Editorial:  Ánfora Nova (2021)

Quizá para dar la bienvenida a la estación del resurgimiento del esplendor es que aparece, el 19 de marzo del pasado año, Herencia del tiempo, la última entrega, hasta el momento, de Alfredo Jurado Reyes, poeta que con su obra nos inunda de plenitud a través de sus versos.

Alfredo es miembro fundador del grupo Astro y también del Ateneo de Córdoba. Cuenta con dieciséis libros de poesía publicados además de su participación en publicaciones didácticas sobre aplicación de la poesía en la enseñanza, algo que, a mi modo de ver, es sumamente importante pues nos habla de una personalidad muy definida a la hora de entender la poesía no solo como el arte de expresar lo más íntimo del propio ser, como él mismo afirma, sino como actitud de vida que identifica al propio ser con cuanto le rodea y viceversa, reconociendo así a la poesía la dimensión holística que le es inherente y tratando, por ello, de que las jóvenes generaciones integren tan poderosa herramienta en el desarrollo de su intelecto, algo tan necesario en estos tiempos de peligrosa superficialidad que corren.

Decíamos que Herencia del Tiempo aparecía en la Primavera del pasado año y lo hizo en la editorial Ánfora Nova, fundada en Rute en el año 1989 por el también poeta José María Molina Caballero, quien la ha conducido a lo largo de todos estos años de tal forma que a día de hoy goza de una amplísima y meritoria dimensión y reconocimiento a nivel nacional e internacional.  

Es Herencia del tiempo una obra llena de reveladoras formas poéticas y musicales tan exquisitas como ricas en matices y detalles que, en proporciones exactas de plasticidad, hondura y belleza dan concreción a las insondables dimensiones de un universo sensitivo, sentimental y verdadero que habita expandido en la memoria a la vez que en el latido impulsor de la vida de los individuos, especialmente en la de aquellos que tienen desarrollada la capacidad de amar, valorar y admirar. Una obra, pues, con la que un lector o lectora con tales capacidades, se verá con creces identificado y transportado a elevados espacios de luminosidad guiados por la sabia palabra del poeta.

En la primera página ya anuncia Alfredo el ansia, manifiestamente imbatible, de expansión vital a través de la poesía:

Empecinado estoy / en encontrar camino / donde encauzar los pasos, / en plasmar sentimientos / que transcriban el alma, / en componer poemas / sobre el amplio pupitre / que me apresta la tarde.

Consta La herencia del tiempo de tres partes:

Pretérito perfecto, Bitácora (la central y más extensa) y Ventana Interior.

La primera, Pretérito perfecto, aun su título, parece estar o, me atrevería a decir, ser, más presente que nunca pues la fortaleza del latido que resuena en las palabras y la enorme intensidad emotiva que transita sus versos hacen que al desandar el tiempo vivido, sea “siempre” o sea “nunca” (título de dos de los poemas que integran la obra) hallemos una valiosísima clave que nos hace re-vivir, volver a vivir, con todo cuanto ello significa, un pasado esencial. Es decir, de forma un tanto misteriosa, se crea una situación que nos regresa, siendo, a quienes fuimos.  Y la tensión que consigue tal efecto, desde mi modesto punto de vista, se debe al acrisolamiento de la fortaleza de una actitud de vida con la equivalente proporción de nostalgia haciendo que todo vibre como las cuerdas de un mágico instrumento resonando en los poemas al son de sus prodigiosos alejandrinos, heptasílabos y endecasílabos de los que Alfredo es un gran maestro.

De Nunca (pág. 14)

Ya no será posible regresar de aquel sueño,

ni aún en primavera, a cuando el Sol trae a marzo,

y en el aire se abre

una cancela amplia de la rosa y la luz.

Ya en Bitácora, su segunda parte, rescata un tiempo de esplendor de juventud y nos lo anuncia citando a Fernando de Villena:

Antaño siempre me eran

muy propicias las musas,

acaso en mí veían la inocencia perversa

de los años alegres en los que nos creíamos

ungidos por los dioses y dueños de otras vidas.

Asistiremos a frecuentes alusiones a la noche como ese cósmico infinito que nos desnuda e invita a emprender un cierto ritual de bautizo, ya sea en un lago de estrellas fugaces o en la tenue luminosidad de un océano de constelaciones mientras, paradójicamente, el mundo deriva hacia poniente, es decir, hacia el declive y, por tanto, todo, salvo lo esencial parece ser excedente.

Cobra, pues, gran protagonismo el alma y también la naturaleza a través del agua, la hierba, la floración, las aves, el paisaje y la vegetación de la cual Alfredo es gran conocedor. Alma y Naturaleza en perfecta unión espiritual.  Todo como escenario para el arrobo en el que viven inmersos dos enamorados. Al Amor, vuelto hacia sí mismo, le es imperceptible todo un mundo que el poeta describe a través de imágenes virtuosas en las que sitúa a los enamorados, ajenos por completo a un bucólico entorno que con sus beldades, no obstante, les predispone al éxtasis de su amor.

Y para dar fe de ello, el poeta se vale de claves para ir cerrando sus poemas que de tan sencillas, son prodigiosas. Algunos ejemplos de ello son los siguientes:

 Al final de su poema Ritual:

Las nubes marcan lejos sus perfiles,

Siluetas mitológicas, castillos,

… mas ellos no las miran

 Lo mismo que la hiedra:

Sonaba una campana en la distancia

mitológica y triste,

… pero ellos no la escuchan.

O Declaración de amante:

Les late el corazón, que altera su compás,

pero ellos no lo notan.

Recuerdos, evocaciones o recreaciones que aparecen etéreas (pero no por ello exentos de rotundidad y poder), como flotando en el aire cargados del aroma del verano más joven, ágil, risueño y espléndido. Las prendas de vestir livianas, blusas, camisas, jerséis, fulares, echarpes, vestidos que imaginamos como armoniosa paleta de colores alados y blanco ondulan ante nosotros nuestra propia existencia en total plenitud.

Emana esta segunda parte una sublime sensualidad y seducción que funde amor y naturaleza, como antes refería, a la vez que reúne, una vez más (y esto llama enormemente la atención) tal sentimiento experimentado en tiempos de juventud con un presente en el que pervive elevado a un otro estadio del que dicha juventud se ausenta y que sin embargo no está exento de una otra intensidad igualmente poderosa.

Como ejemplo de ello tenemos el poema No se rompa el silencio (pág. 30), A orilla de las olas (pág. 32), Acaríciale el pelo (pág. 33) o El perfil de su cuerpo (pág. 39)

Para venir a decir en su poema Con el sol de la tarde, en sus últimos versos que:

El Sol se va perdiendo detrás de la esperanza,

pero ellos no lo notan.

O en el prodigioso poema En Las calendas de abril:

Pero ahora en abril

se acerca la nostalgia

y la calle se llena

de fragancias pretéritas.

Llegamos a su tercera parte y sentimos un inquietante vértigo al asomarnos a su Ventana interior y que el poeta inicia con una cita de Paloma Fernández Gomá:

Aguardamos un milagro que nos saque

de nuestro ensimismamiento.

Somos y seremos guardianes imperfectos de nosotros mismos.

Hacia dónde caminamos.

Predomina aquí el frío, la desolación, se observa y siente la pérdida de un vigor juvenil que confirió en otro tiempo la pulsión, la pasión a la hora de amar y que, tomándolo en consideración en la actualidad, resulta efímero desencadenando, en consecuencia, una fuerte y emotiva nostalgia e incluso cierta frustración de tal forma que los siguientes versos alegan:

 “buscando en el bolsillo

un objeto punzante

con que dañar los dedos”

Y continuamos viendo como Al bajar por la pendiente de los años, se da cuenta de esa, quizá, crueldad, con que la vida nos muestra las inexorables huellas que el paso del tiempo nos deja impresas, conforme avanza, por todo nuestro ser dejándonos esa música blanca, tal vez canas, o el repentino volcán que nos hace comprender la ausencia de nuestra juventud y una forma diferente de habitar en el amor y en el entusiasmo de la vida.

Para, en Pleamar, cuestionar tanta plenitud pasada y el inconmensurable amor vivido, porque saberlos pasados les convierte en desdicha al no ser posibles en el momento presente. Y es así que aparece una cierta inclinación a renegar de toda aquella hermosura por eludir el sufrimiento que provoca su ausencia.

“Nunca nadie le diga de aquel amor roto,

Como quiebran las olas después de la pleamar”

Pero no se cierra este libro con sabor amargo alguno. Tenemos en él una grandiosa Oda al amor, el amor que nos salva que nos mantiene en vilo por querer llegar a conocer a fondo, mientras lo experimentamos sin escatimar la más mínima vivencia, cuál es su esencia con su poema Epílogo y que concluye de forma verdaderamente delirante:

¿Puede ser aquel vino que te entrega

en la lengua el estadio de palabras sin orden?

Para terminar, destacar un símbolo que planea por las páginas de La herencia del tiempo encarnado en la paloma torcaz, ave a cuya identidad le confiere Alfredo un sentido que, diríase, es sagrado. Esta ave tiende a abroncarse, como él mismo reitera a lo largo de su poemario. Es como si se tratara de salvaguardar por todos los medios, un irreemplazable tesoro vital según glosan los versos de este prodigioso libro de poemas. Acaso sea esa torcaz la juventud que en el fondo no se abronca o que si lo hace, igualmente permanece, con toda su belleza y plenitud en el vergel que conforma el númen de nuestro poeta.

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