LA PALABRA MÁGICA DE MOHAMED EL MORABET

Por José Sarria

El invierno de los jilgueros

Mohamed El Morabet

Editorial Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2022)

“El invierno de los jilgueros” es la segunda entrega de Mohamed El Morabet, con la que ha obtenido el prestigioso Premio Málaga de Novela. Cuando leí su primera obra (“Un solar abandonado”) lo dije y lo escribí: estamos ante un novelista total, ante un narrador de raza, ante un genuino contador de historias. “El invierno de los jilgueros” supone, nuevamente, la emoción, la sorpresa, el deslumbramiento de parte de un escritor que maneja el lenguaje con una inusitada perfección y que domina los tiempos como un verdadero artesano.

Adentrarse en el relato significará, para el lector, un extraordinario viaje donde va a ser seducido por la luminosidad mediterránea de Alhucemas, por el “olor a lavanda silvestre que puebla los tres montes que cercan la ciudad”, por la pléyade de matices cromáticos que habitan entre sus páginas, por el aroma del pan recién hecho en el horno donde trabaja Musa o por la manera en que El Morabet contempla el mundo, lo reinterpreta y lo transmuta en Arcadia imaginaria.

La impronta que El Morabet ha dado a esta novela es excepcional, algo que solo unos cuantos privilegiados pueden llegar a realizar, pues junto a la ligereza textual, fruto de una precisa construcción narrativa sobre la base de permanentes frases cortas que imprime un ritmo ágil y presuroso, cohabita una serenidad escénica que se esencializa en la remansada mirada del joven Brahim Isri, uno de los protagonistas, a quien le encanta detener el curso de las horas dibujando horizontes.

“El invierno de los jilgueros” es una verdadera joya literaria, escrita con una sensibilidad extraordinaria, bajo una capacidad descriptiva inusitada, detallista y minuciosa, casi de orfebre, bajo la calmada contemplación de lugares y espacios en descomposición o acunada en la necesidad de recrearse en las vivencias personales, en los sencillos detalles cotidianos, metaforizada en esa obsesión por contar los pasos que hay entre la casa de Brahim al horno: ciento noventa y uno o ciento noventa y tres, “según se comporte la belleza de la noche”.

En el texto se engarzan dos historias que transitan paralelas. De un lado, el hogar de Brahim en la apacible ciudad portuaria, el universo conocido y, de otro lado, el mundo que existe alrededor de Olga, que viajará desde Madrid hasta Tetuán para tomar posesión de su puesto de profesora en la Escuela de Bellas Artes, donde Brahim acude a recibir clases de pintura. Entre ambos nacerá una intensa relación de amor que les marcará de manera abisal y profunda, a pesar de la diferencia de edad que les separa: ella treinta años y él, apenas, un adolescente.

Olga supondrá el deslumbramiento. Ella, que les ha enseñado a él y a sus otros alumnos que hay que aprender a «extender nuestras alas cuando nos las quieren cortar», quiso ser pintora pero le había faltado constancia, perseverancia, “ese tesón que zarandea el peso del tiempo”. Los convencionalismos, la distancia en años  y de estatus social, devendrán en la drástica ruptura de la relación entre Olga y Brahim y allí, poco antes de la separación, encontramos un portentoso fragmento (pp. 190-192), serena asunción de la adversidad, pero baluarte vital, profesión de fe escondida bajo las iniciales de las letras de un abecedario que se eleva en un encadenamiento estoico de veintisiete principios existenciales, fragmento que constata que estamos ante un verdadero maestro capaz de elevar su acendrado texto al nivel de obra imperecedera.

Mina, la madre, que murió a los treinta y nueve años, Mimuna, Nabil, Javier, Maribel, Jamal, el profesor Meki Megara, Aziz, al que apodaban Zorba, Habiba o Rocío, son parte de los compañeros que acompañan a Brahim en ese mundo en descomposición, decadente, pero que El Morabet resucita y convierte en fundantes relatos de amor, porque como le dijo el anciano de uno de sus sueños: “Solo hay mundo donde hay amor”. El amor pasional, su primer amor con Olga, el amor primigenio de su madre que “se llevó con ella sus primeros balbuceos”, el amor fraternal de sus vecinas o el insondable amor por su hermano Musa que fue reclutado para ir al desierto, durante los acontecimientos de la Marcha Verde, ese lugar donde “no hay respuesta, ni posibilidad del diálogo” porque “el desierto es mudo” y de donde regresará embrujado hasta caer en los brazos de la demencia. Musa le ha pedido que ya no le deje más notas con las que combatir su falta de memoria y la locura y que le ayude a morir, a descansar.

Alhucemas, de fondo, impregnada de fragancia a lavanda, hogar, refugio y asilo, sigue siendo el lugar donde cada primavera regresan los jilgueros, gracias al milagro que El Morabet ha sido capaz de erigir como baluarte de esperanza a través del conjuro de su palabra mágica.

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