LA BUENA SUERTE

Por Fuensanta Martín Quero

La buena suerte

Rosa Montero

(Edit. Alfaguara, 2020)

A través de una historia de amor y con una escritura que seduce en cada párrafo, Rosa Montero plantea como telón de fondo en La buena suerte una reflexión acerca del mal, la actitud que se puede adoptar ante este y el triunfo de la vida pese a todo.

Hay quien afirma que considerar que se tiene buena o mala suerte es una cuestión de percepción; es decir, aquello de ver el vaso medio lleno o medio vacío. De una parte está el optimista nato que filtra cualquier situación, por adversa que sea, a través de una especie de tamiz que depura y desecha cualquier visión oscura de la realidad y deja a la vista el resplandor de lo bello o, sencillamente, de la calma, y, de otra parte, el pesimista que, aunque en palabras de Mario Benedetti no es más que “un optimista bien informado”, arrastra sobre sí mismo un cúmulo de experiencias vitales transformadas en opacidades cargadas de pesadumbres y miedos. Claro está, entre ambos existe toda una gama de personalidades intermedias.

Esa polaridad es la que se observa en La buena suerte, la última novela publicada de Rosa Montero (Edit. Alfaguara, 2020). En ella nos encontramos con una trama nada compleja, pero bien construida y con una narración capaz de seducir desde el primer párrafo. A través de una historia de amor entre una mujer rumana de alrededor de cuarenta años y un arquitecto afamado pasado de los cincuenta, la autora plantea temas cruciales que irán emergiendo a lo largo de la narración. Ambos personajes son antagónicos y complementarios entre sí. Tanto él como ella han tenido un pasado duro, lleno de adversidades, y, sin embargo, la percepción que cada uno experimenta de esas vivencias y de sus respectivas realidades los sitúan en polos opuestos. La mujer es un dechado de vitalidad, lo que se refleja en sus actos e incluso en sus ademanes y en su manera de moverse; es resuelta y capaz de dar un giro de ciento ochenta grados en la forma de concebir las situaciones más escabrosas, hasta tal punto de que llega a considerar que tuvo muy buena suerte cuando, como consecuencia de un accidente de tráfico que le dejó secuelas físicas, perdió la consciencia, no enterándose así ni del dolor que pudiera haber sufrido ni de la operación que los médicos le practicaron. En cambio, él se instala en una parálisis emocional que lo conduce a ocultarse en un pueblo medio vacío, feo, deprimente, casi perdido y ajeno a lo que conocemos por civilización. El propio nombre de este conjunto de edificaciones viejas y desangeladas es significativo porque desvela la metáfora que en sí mismo expresa: Pozonegro. Que es como decir abismo. Desde esa parálisis emocional el arquitecto va evolucionando lentamente a lo largo de la novela gracias a la vitalidad que va recibiendo de la rumana hasta volver a encontrar el camino de vuelta hacia sí mismo y hacia su antiguo mundo urbano. Se podría decir que él es rescatado por ella, pero igualmente ella, pese a la percepción optimista que tiene de la realidad, también es rescatada por él de su soledad y del ambiente turbio del pueblo, en el que habitan personajes raros y con frecuencia pertenecientes al inframundo, un lugar en el que la vida se encuentra baldía entre viviendas, calles y rincones casi muertos. En ese ambiente, las vidas de Pablo y de Raluca, que así se llaman ambos personajes, coinciden y van a ir fraguando una relación que de amistad pasa a ser amorosa, cuyo final (feliz o no) le corresponde al lector o lectora averiguar.

Es un libro de lectura amena, en el que resalta la capacidad de su autora para mantener el pulso con una narración limpia, sin recargamientos y con una soltura expresiva propia de una gran narradora que permite deleitarnos en cada página sin esperar al final. Utiliza simbolismos, imágenes y metáforas que se presentan en forma de contextos o de elementos físicos como el tren que pasa justo por delante del viejo bloque de pisos en el que se ha instalado el arquitecto, y cuyo sonido onomatopéyico lo incluye la autora en diferentes pasajes con significados diferentes, a veces reflejando oscuras emociones, y otras, eufóricas esperanzas, según el momento narrativo. Rosa Montero muestra asimismo una gran habilidad a la hora de cambiar de narrador a lo largo de los capítulos que, dicho sea de paso, cierra magistralmente. Así, a través de pensamientos contados en primera persona, desvela las maldades engendradas en la mente de uno de los personajes más funestos de la novela.

Es precisamente el Mal, escrito con mayúscula inicial en el libro (personificación que pretende resaltarlo dándole cuerpo y nombre propio), el que constituye uno de los temas centrales de la narración. Pero el mal al que se refiere es al que procede de las personas, es el daño que unos individuos infligen a otros; o mejor dicho, la capacidad de realizarlo que tienen aquellos. En este sentido, la autora plantea una reflexión acerca de la crueldad al dejar entrever un gran interrogante al respecto: el porqué de esa maldad extrema.

Pululan personajes en la narración que pertenecen a ese tipo de seres que pueblan nuestro mundo, cuyas maldades son capaces de destruir, de provocar sufrimientos, de causar dolor y muerte no solo a otras personas sino también a animales, porque Rosa Montero se suele manifestar defensora de los derechos de estos, es sensible a la crueldad que se pueda practicar a los mismos, y esa sensibilidad la evidencia (yo diría que como mensaje de denuncia en el que no quiere olvidarse de ellos) en uno de los capítulos del libro donde se describe una situación cruenta y desgarradora de una perra que ha sido asesinada por individuos viles y despiadados.

A lo largo de la novela surgen personajes, pensamientos de algunos de ellos, ambientes, acciones, recuerdos y lugares que van encarnando ese Mal con mayúscula, el daño causado o que se intenta causar a inocentes por gente sin escrúpulos. Y, sin embargo, la historia que se cuenta en primer plano atenúa el efecto agrio que todos esos elementos pudieran provocar en el/la lector/a. La acidez se modula sin que por ello se niegue su existencia. Así, en uno de sus últimos capítulos, y también de los más largos, con el que se llega al clímax de la historia, el arquitecto se dirige en plena noche a la mina abandonada que antaño constituyó el motor económico del pueblo y que se encuentra a varios kilómetros de este, en donde tendrá que entregar una suma de dinero considerable a unos individuos que lo están extorsionando y que pertenecen al mundo de la delincuencia. El instigador principal de ese grupo no llega a aparecer en ningún momento de la narración aunque es el que está detrás de una serie de actos violentos a los que Pablo se ve sometido. Ese personaje constituye la presencia metaforizada del Mal. El entorno de la mina, sin embargo, es descrito de forma sublime por la autora a pesar de la decrepitud del ambiente: el abandono, la suciedad, la ruina física, la nocturnidad proyectada sobre los objetos viejos y sobre las pilas de restos de minerales, o la boca oscura de la mina con su apariencia de enigma y de pérdida, se describen con una gran carga simbólica y hasta se podría decir que casi poética. Todo ese contexto constituye en sí mismo un nuevo símbolo del Mal, un lugar físico en el que los pensamientos del protagonista se exacerban a través de una afluencia de imágenes de experiencias pasadas, unas idas y venidas de emociones, a veces contrapuestas, debatidas entre el amor, la culpabilidad, la tristeza, el arrepentimiento, el horror y el miedo.

Existe, como digo, un planteamiento de fondo en la novela sobre la maldad y la crueldad suavizado por una historia de amor y por las actitudes vitalistas de Raluca, que se presenta como un personaje de contrapunto cuya forma de pensar y de actuar ofrece una posibilidad de salvación, porque frente a las maldades de este mundo se sitúa la gente que con sus actos las contrarrestan, y este es precisamente uno de los mensajes subyacentes del libro. El Bien (también con mayúscula inicial) frente al Mal. Pablo, en cambio, es víctima de este último, y su percepción de la vida lo ahonda aún más en su victimismo. A través de los pensamientos de este personaje se vislumbra la faceta periodística de Rosa Montero al contarnos sucesos que han acaecido en la realidad y que en su momento fueron objeto de noticia por los medios de comunicación. Hechos horribles y violentos de hijos e hijas secuestrados y torturados por sus padres durante años, de hombres que violaron y asesinaron a sus hijas, a otras jóvenes y a sus mujeres, o de masacres colectivas llevadas a cabo sin escrúpulos por jóvenes «con el cerebro podrido por los dogmas» o por algún individuo de apariencia normal que en un determinado momento de su vida dejó de serlo y que la autora aprovecha para dejar abierto un nuevo planteamiento acerca de la posible raíz biológica de algunos de estos comportamientos. Lo que pone de manifiesto sobre todo a través de una historia contada en el libro Incógnito del neurocientífico David Eagleman, que leyó Pablo, relativa a una matanza colectiva que perpetró un estadounidense de 25 años en 1966 disparando a la gente que pasaba por la calle desde la torre de la Universidad de Texas, en Austin. La noche anterior dejó una nota escrita reconociendo la existencia de pensamientos irracionales que le abordaban en los tiempos previos a aquella atrocidad, precedida, además, por el apuñalamiento a su madre y a su esposa, pese a quererla mucho. Un joven que había sido considerado antes de aquel acto horrible como «el típico buen chico» y que de forma inexplicable se había transformado en el verdugo de aquella tragedia colectiva. ¿Podría haber tenido que ver en el cambio de comportamiento de ese  individuo el hecho de que en su cerebro se formara un tumor pequeño que le oprimía la amígdala, glándula situada en el interior del mismo donde se gestionan nuestras emociones?¿Realmente era responsable de sus actos, o no lo era del todo?, se cuestiona la autora dejando esta reflexión abierta. Y, por extensión, podríamos preguntarnos: ¿dónde reside el origen del mal infligido por ciertas personas? ¿Tiene este una base biológica? Preguntas que no exculpan de la malignidad de tales crueldades, sino más bien constituyen el resultado de la incapacidad de poder asumir que existan sujetos que lleguen a provocar tanto daño y sufrimiento. La novela plantea la búsqueda de una explicación que, en definitiva, parece inalcanzable.

En este sentido, y dicho sea de paso, en los años setenta del pasado siglo se llevó a cabo un experimento por parte del psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, con el objetivo de determinar hasta qué punto la conducta maligna o benigna de los individuos está determinada por el contexto al que pertenecen, es decir, por una condición externa a los mismos. Para ello se utilizaron los sótanos de la universidad, que se acondicionaron como si fueran cárceles, de tal manera que parecieran reales, y se seleccionó a un grupo de estudiantes con un perfil de personas normales a los que se le asignaron roles de guardianes a unos y de prisioneros a otros, debiendo convivir de esta forma durante algunas semanas. Pocos días después, el experimento tuvo que ser suspendido debido al alto nivel de tensión que se generó entre los estudiantes, llegándose a producir escenas de violencia física y trato vejatorio. Se demostró así que personas que a priori tienen una naturaleza buena pueden convertirse en auténticos seres perversos como consecuencia de la influencia del ambiente. Sin embargo, el propio Philip Zimbardo, en una entrevista realizada por Eduardo Punset en el programa REDES, de RTVE, titulado La pendiente resbaladiza de la maldad, emitido el 4 de abril de 2010, reconoció que una misma situación puede provocar que ciertas personas actúen violentamente y, en cambio, en otro tipo de personas influye en sentido inverso convirtiéndolas en héroes que se entregan a una causa que beneficia a los demás. ¿Existe, pues, un determinismo en las conductas que producen daño?

Como digo, los planteamientos que giran en torno a la existencia del mal originado por cierto tipo de gente y sus nefastas consecuencias en los seres humanos constituyen uno de los temas de fondo de La buena suerte. Pero, al mismo tiempo, la percepción que cada cual adopta ante él vertebra esta narración. Todo ello conducido por una historia de amor que se nos presenta en primer plano y una parálisis emocional en la que el protagonista principal se encuentra y de la que se va a ir liberando poco a poco a medida que los hechos y el tiempo transcurren. La maldad aqueja a nuestro mundo, pero simultáneamente la bondad que la contrarresta existe de manera inequívoca. Este es un mensaje alentador que la autora nos deja en una narración que seduce y atrapa en cada párrafo y cuya historia encierra en sí misma planteamientos  importantes. Adoptar una actitud maligna o benigna es cuestión, a priori, de una decisión (condicionada o no por el ambiente, por la biología o por ambos), como también lo es la percepción que de ello podamos asumir, porque, a pesar de todo, la vida sigue y la oscuridad podrá convertirse en noche estrellada o en abismo, según queramos verla. El mal, la actitud ante la adversidad, y el Amor (también con mayúscula) como medio de salvación. Estos son los temas cruciales y la reflexión que Rosa Montero deja abierta en esta novela en la que se apuesta claramente por la vida, pese a todo. Una reflexión de incuestionable raíz humanista.

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